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La duna desde el interior.
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La primera vez que ví la duna, me asaltó el deseo irrefrenable de escalarla. En verano, hay unas escaleras que lo falicitan, pero en invierno, no llegué a la cima. Enterrado hasta más arriba de los tobillos, ascender se convirtió en un suplicio.Los pulmones me ardían, y pese al frío, sólo conseguía que me dolieran, sin llevar oxígeno a mi cuerpo jadeante. Cuando conseguí llegar a lo que creía la cumbre, me dí cuenta de mi error.Aun quedaba, pero pude observar los bosques de las Landas de Gascuña, la bahía, el Cap Ferret, y su visión me animó a intentar seguir. Y subí, pero sólo hasta un segundo nivel desde el que aún no se veía la cima, sólo más subida.Las botas pesaban como si fueran de plomo y me detuve. Aquellas arenas que avanzan hacia el interior cuatro metros anuales, comiéndose todo, bosques de pinos, carreteras, casas,tambien a mí me devoraban.
Comencé a descender, esperando que en verano, ayudado por las escaleras, podré llegar arriba del todo.
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La bahía desde la duna.
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