jueves, 15 de noviembre de 2012

Y, por supuesto, Lisboa.
No sé cuantas veces he estado allí, no sabría contarlas. Al principio, me pareció una ciudad algo sucia, descuidada.Poco a poco, aprendí a encontar en cada desconchón de las paredes, en cada casa descolorida, en cada plaza llena de gatos y señoras con las sillas al fresco, como hace tanto en España, una poesía especial, una belleza marchita, antañona, de gran señora venida a menos que conserva su ajado guardarropas y lo luce convencida de que la elegancia que tuvo aún está ahí, apenas bajo la piel...Y es verdad. Aprendí a apreciar su luz, única, delicada a veces y otras feroz, implacable; su gente, tan de barrio, no, no soy de Santos, soy de Lapa. Pero si los separa una calle. Ya, pero no es lo mismo, su río, ese río, el Tejo, nuestro Tajo que no es nuestro tajo, es su Tejo, ancho, cadencioso en su desembocadura, el mar de paja por su color dorado o intensamente azul en sus mediodías de verano, surcado por veleritos, por trasatlánticos que han hecho de Lisboa una escala en sus derroteros, por los cacilheiros, esos autobuses sobre el agua que traen a la gente de la "outra banda", del sur, de Cacilhas, de Almada, de Barreiro a trabajar a la capital, a esa ciudad que inventó el concepto de universalidad mandando a sus navegantes adescubrir el mundo que aún nos era ignoto, y los devuelven a sus casas, más baratas, asequibles,al caer la tarde.Porque Lisboa es una ciudad cara para los que en ella habitan.
Padrao dos descubrimentos.Al fondo, los Jerónimos.
Es cara porque situada sobre sus legendarias siete colinas y recostada sobre el Tajo, el espacio que queda no es mucho. Por eso, y para darla un viso más moderno, se han construído barrios, junto a la Expo, contemporáneos, otra Lisboa diferente, activa, futura, de amplias avenidas y jardines, con una estación de tren, la de Oriente-qué hermoso nombre- que rivaliza y desplaza en la tarea de despedir y acoger trenes a la vieja del Rossío, tan bella en su neomanuelino, que evoca aquellos tiempos de metrópoli de un imperio aún naciente en que las carabelas arrumbadas en las playas fluviales-no lo olvidemos, Lisboa, capital de uno de los mayores imperios marítimos de la historia, no tiene mar-partían a la descubierta de tierras, al comercio de especias, a ofrecer a Occidente el conocimiento de la navegación que encontraron en Asia.
LIsboa es un compendio de gentes y costumbres llegadas de todo el país, de sus islas, de las que fueron sus colonias, que se mezclan y dan lugar a un casticismo difícil de describir, único. Lisboa, la descansa y ríe, dicen, mientras Oporto trabaja es una y plural. Tiene un carácter unificador del alfacinha, del lechuguita, por el frugal apetito de los lisboetas, al parecer, frente a otros portugueses y sin embargo, un habitante del Chiado es distinto al de Alfama, como si de distintos países proviniesen y fueran otras sus costumbres y sus usos.
Lisboa es única, bella, evocadora de un pasado glorioso que tiene que volver; sebastianismo, le llaman a eso, volcada al futuro al mismo tiempo y provoca ese sentimiento que hemos querido comparar con la morriña gallega, con la nostalgia y es, sin embargo exclusivo de Portugal, la saudade. Yo la entiendo y la siento. Es una sensación de vacío, de echar de menos aún cuando no te has ido, porque sabes que en algún momento, vas a perder ese momento, esa tierra, esa luz. Es una ciudad inexcusable, no para un fin de semana o un puente, aprovechando que es un extranjero tan cercano, que casi no es extranjero, que nos entienden cuando les hablamos en español, a gritos, para ellos siempre hablamos a gritos, y muchas veces es verdad, y otras les abrumamos con nuestras jotas y nuestras erres, tan ajenas al dulce soniquete de la lengua portuguesa. No, no es para un fin de semana en el que vemos la baixa, compramos pasteles de Belém, por cierto, hay que comprarlos, montamos en un tranvía turístico que nos sube al castillo de San Jorge y paseamos arriba y abajo del Rossío a la plaza del Comercio, el gran hall abierto al río. Hay que verla de noche, dormida o no, oír un fado, vale es un lugar común, pero hay que oírlo, en una tasca o una casa de fados del barrio alto o de Alfama, tomar un vino en el solar del vino de Oporto, antes de ver anochecer frente a San Jorge, un gin tonic en el Pavilhao Chinés, único en el mundo, o así lo creo,discurrir entre portugueses como uno más en el metro, tomar el sol en el jardín de Estrela...
Intentaré transmitir algo que es casi imposible. Porqué amo Lisboa y porqué tantos la amamos.

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