Una vez más, me reitero. Si puedo viajar en coche, odio el avión. No me malinterpreteis, me gusta volar, la sensación del despegue y del aterrizaje, pero las actuales limitaciones y normas de seguridad, me hartan.
Al aeropuerto hay que ir corriendo, para estar más tiempo sin hacer nada.
O sacas en casa tu propia tarjeta de embarque, o lo haces con una máquina, lo próximo, supongo, será que te factures tú mismo el equipaje y que lo subas a bordo de la bodega. Tiempo de recortes cuando nos han vendido previamente la comodidad de volar, pero no se puede volar tan barato, es evidente, ni puede haber tantas y tantas compañías aereas, no puede haber destinos y aeropuertos tan cercanos. Aquellos polvos trajeron estos lodos, y así nos vemos.
Llegar a la terminal 4 del aeropuerto de Madrid es fácil, pero ir en autobús y metro, me ha costado lo que un taxi, ya que el metro tiene un sobre precio, si no tienes abono transporte, de tres euros. Un robo manifiesto. Y menos cómodo que un taxi, debo decirlo.
Una vez acarreadas las maletas, saco mis propias tarjetas de embarque y facturo, con el tiempo de las normas actuales, hay destinos a los que puedes llegar andando.
Una vez pasado el control, medio en pelotas, sin cinturón, cacheado como un delincuente, me asalta la duda de si un terrorista pasa por esos controles o procura volar aviones por otros medios.
Paseas por entre las tiendas de duty free, sin interés, y buscas algún sitio para comer, más para pasar el tiempo que por hambre y elijo algo malo, pero conocido, un McDonalds. Todo está lleno y huele mal. Antaño, los aeropuertos estaban llenos de glamour, de gentes elegantes que viajaban con traje y corbata, las damas llevaban pamela, las azafatas eran hijas de buena familia y los abuelos llevaban a los nietos a ver los aviones los sábados por la tarde cuando hacía bueno, desde la terraza descubierta del viejo Barajas, mientras tomaban un café.
Ahora, llevas horas volando en una conexión, horas metido en un aeropuerto, esperando, caminando, abrigado, si es invierno, pese a la cafacción con temperatura de geriátrico que suele haber en todos, con chandal, o forros polares, que seguramente sean necesarios en tu origen o tu destino, pero son incongruentes en un edificio cerrado a más de veinte grados. Supongo que el hacinamiento, la despersonalización y el olor corporal, son peajes que debemos pagar en aras de los vuelos baratos de un mundo moderno. O no.
La gente tiene cara de aburrimiento, ojea revistas en las tiendas, mira con mirada perdida a través de los enormes cristales a los aviones y a la actividad frenética que se desarrolla en las pistas, como en un enorme juego; un cochecito, un cisterna, un carricoche con maletas...
Al fin, una vez averiguada la puerta de embarque, de cruzarme con Arturo Pérez-Reverte, de caminar como un condenado, llamaron al pasaje y, por fin, tras más de dos horas, veo la posibilidad de subirme a un avión como un hecho real. Antes, hay que subir a un autobusito de esos que te revelan que tu avión está cerca de su destino final y que te queda otro rato antes de subir en él. Así ocurre. Otro ratito de espera, un paseo panorámico hasta el avión y por fin, veo algo blanco con alas con muchas papeletas de llevarme dentro, desde cerca.Y, albricias, subo, y me siento, en uno de los cada vez menores y menos cómodos asientos de la clase turista, en este caso en un Canadair, un buen y pequeño avión de Air Nostrum, que es quien opera el vuelo, pero con código de Iberia, de American Airlines, y de no sé quien más.Es el único vuelo directo Madrid- Burdeos, así que he tenido que esperar hasta las cinco de la tarde y pasar el día en Barajas, pero es un momento en que todo lo das por bien empleado, tan cerca ves el momento de partir. Aún no. El carreteo del avión hasta la pista te pone en duda si también tiene código compartido La Sepulvedana y te llevan por carretera, pero no. Despegamos. El vuelo es rápido y cómodo y a babor, a nuestra izquierda, tras pasar eternos bancos de nubes, aparece el Atlántico, las playas de las Landas, los bosques de Aquitania, varias lagunas y la bahía de Arcachon, como en un mapa, nítidamente y al poco, la forma de media luna del Garona cruzando el centro de la ciudad de Burdeos, dibujada con sus luces, extensa y atractiva.
Aterrizamos, cogemos el coche de alquiler, un Fiat 500 negro, monísimo, en National Alamo, por cierto rápidos, hablan español y son muy amables.
Hace un frío de contarlo, llovizna, y descubro, con estupor, que la estupidez humana, no tiene límites. La mía, en concreto. He olvidado el cable del navegador, que por supuesto, muy previsor, he traído y por tanto, no he traído un puñetero mapa de Francia. ¿Para qué, llevando navegador? Lo malo es que no conozco el camino, no se ve bien debido a la lluvia, hay un tráfico para salir del aeropuerto de Merignac como si mereciera la pena haber estado allí y todo el suroeste francés se hubiera concentrado en sus pistas y saliera a la vez.
De pronto, veo un cartel de carretera que indica el camino a Cap Ferret. Dado que era el destino original, de hecho, es parte del destino y que está al lado de Arcachon, tomo ese camino.El tráfico sigue denso, bastante, pero mi experiencia en las carreteras de Francia, es que no te pierdes.En las carreteras. Cuando tomas una carretera equivocada, como es mi caso, que , en efecto, lleva a Cap Ferret, pero directamente y atravesando todos los pueblos de la bahía, llega un momento en que debes reconocer la realidad. Estoy perdido. Pregunto en una tienda, preciosa, por cierto, de vinos y delicatessen varias, tan de las Landas, y me orientan, debiendo regresar parte del camino y bordear la bahía, un recorrido de más de una hora, que no disfruto como debo, voy un poco tenso al volante del 500, tarde, de noche, con algo de hielo en la carretera, que ya digo, desconozco, y, pese a ello, descubro algo de la belleza aplastante de los pueblos ribereños, dedicados a la cría de la ostra, al turismo, y, a lo que parece, a vivir bastante bien.
Por fin , la entrada a Arcachon, un letrero con el nombre del hotel, y de repente, el hotel mismo. Ahora, por fin, respiraba tranquilo y puedo empezar a disfrutar de verdad del viaje.